lunes, 15 de agosto de 2011

Después


UNA CHICA…

No tiene ningún sentido lógico. Lo bueno, es que me sigue pasando.

Cada vez más dejo que el instinto le gane a mi cabeza podrida. Mi cerebro suele enroscarme con un millón de prejuicios, auto-exigencias y mezquindades; y mi instinto, no. Para colmo de la irracionalidad, mi instinto no se equivoca y mi cabeza… ¡es un pato criollo!.

Con esta realidad insoslayable, trato de que algunas cosas se me manifiesten en lugar de analizarlas tanto. Cuesta, porque el cerebro anda a mil. Cuesta, porque a veces se manifiestan en carne y hueso y el cuerpo se resiente. Pero no falla.

Hoy, día de dicha para los kirchneristas (un día peronista, diría el Gordo Soriano), quiero relatar cómo me enamoré.

…K

Después de sentir que las plazas eran nuestras, que podíamos crecer, que todos estábamos en el mismo barco; la piel erizada, la sangre dolorosa de los muertos, las ideas entre mates y cervezas  y una sensación increíble de estar en casa, seguían siendo parte de un todo que no se me desprendía.

Pero ya nos habíamos empezado a alejar. Las cervezas se calentaron; los mates fueron tereré; y los muertos… nunca encontraron justicia. Y a mí, sólo me fue quedando una impresión.


Odio ir al Centro. Lo evito. Voy con gusto a la Plaza, sí. Y tal vez a Corrientes a comprar libros.

Ese día me tocó ir a Chacabuco al 200 y mi humor era un perro que ladraba y mordía. Caminé por Av. De Mayo, maldiciendo el subte, a la puta ciudad, y al colectivo 181 (y a todo el que pasaba, porque cuando se trata de estar de malhumor no me ando con chiquitas).

Y frené. En seco. Me quedé paralizada frente a un afiche azul. Una K cuya pata era un mapa de Argentina. No sé cuánto tiempo pasó. No les voy a mentir. Lo que sí sé es que de mis ojos caían lágrimas. No lloraba: lagrimeaba. Había vuelto a casa.

Me fui con la certeza de a quién iba a votar. Completamente ilógico. Y, sin embargo, ya les dije: no me falla.

Días más tarde, relacioné a Cristina, combativa e inteligente mientras el país se prendía fuego. Desde ese día que la vi en TV, no me la había podido borrar de la cabeza. La cara de Néstor no puedo dar precisión de cuándo la conocí.

El 25 de mayo (día en que él asumía), me levanté temprano y me puse una escarapela tras 10 años de no hacerlo. Me pintó ponérmela, sin mayor cuestionamiento. Ese fue el día en que supe que era kirchnerista y no había vuelta atrás.

Después, claro, me enamoré de su discurso de asunción, de su desprolijidad, de su juego con el bastón, de sus miradas de reto y amor con Cristina. Me enamoré de su gobierno, de su forma de ser, de su manera de vivir la política. Me enamoré de lo que volvimos a ser, de las ideas entre mates y  cervezas, de las discusiones a los gritos, de la sensación infatigable de estar en casa.

Me enamoro, todos los días, de las plazas llenas, del encuentro, de la invitación a recordar.

Y me enamoro, cada vez que la escucho, del subte, de la puta ciudad y del colectivo 181, porque sus palabras, siempre, me huelen a hogar. A patria.